Somos nuestros libros. Quien más quien menos alberga en su corazón una lista de obras que moldearon en algún grado su pensamiento, sin las cuales quizá su vida no sería igual en todos los detalles.
En mi caso particular, uno de esos títulos es sin duda The dreaded comparison [La comparación temida, aunque no tengo constancia de que exista versión en español], de la activista estadounidense Marjorie Spiegel, quien en esta pequeña joya (cien escasas pero provocadoras páginas, fotografías e ilustraciones incluidas) nos sacude en plena cara abordando sin temor la para ella pertinente equiparación entre el sufrimiento humano y animal, que siempre estuvo convenientemente separado por un abismo en nuestra cultura antropocéntrica, como separadas estuvieron (quisiera de verdad utilizar el pretérito) distintas comunidades humanas en función de criterios tan triviales como el sexo o el color. Superadas ―al menos en teoría― estas últimas formas de discriminación arbitraria, queda aún intacta la más devastadora: la que condena a alguien no tanto por pertenecer a un determinado grupo, sino por no formar parte de uno en particular: la especie humana.
Traigo a colación todo esto por un artículo de opinión donde cierta periodista exhibía su indignación ante la cabecera elegida por una televisión autonómica para ilustrar la tragedia cotidiana de las gallinas ponedoras, y que mencionaba a un conocido campo de exterminio nazi. Y es aquí donde nos topamos con la verdadera esencia de lo que hacemos con los animales hoy en la llamada sociedad del bienestar, paradójicamente erigida sobre el malestar de otros.
Siempre hubo quien se atrevió con la comparación, ofensa imperdonable para muchos ―la citada periodista entre ellos―, aunque no se comprende bien en qué pueda consistir tal injuria, cuando lo único que se hace es ejercer una feroz condena de determinada realidad a partir de un ejemplo de referencia devastador. Pero lo cierto es que aquellos que se aventuraron con la “comparación temida” afirmaron que, lejos de ser equiparable, el trato que damos en la actualidad a un sinnúmero de animales supera con creces el horror que millones de seres humanos soportaron durante los pasados años cuarenta en Centroeuropa. La reflexión no es gratuita, teniendo en cuenta parámetros tan razonables como el número de individuos implicados y el grado de sometimiento que padecen (hablo de los animales). Por cuanto al primero, se baraja una cifra que al menos yo nunca pude digerir, y sigo en esa tesitura: tres mil animales inocentes mueren cada segundo a manos de la comunidad humana por razones que nada tienen que ver con nuestra supervivencia. ¡Cada segundo! Quienes comparten sus vidas con perros y gatos saben bien lo que supone la pérdida física de estos, lo que cada uno de ellos y ellas significa en la biografía sentimental de sus tutores. Se trata de seres únicos e irrepetibles, tanto como podamos serlo nosotros mismos. Es por eso que la cifra referida debería pender sobre nuestras conciencias como una losa insoportable. Si fuéramos éticamente decentes, claro está. Pero preferimos causar un infinito sufrimiento a un montante extraordinario de individuos inocentes por razones tan peregrinas como que nos agrada el sabor de sus cuerpos, el tacto de su piel, o la estética de un determinado espectáculo. Al final va a ser cierto aquello de que para hallar el famoso eslabón perdido entre el mono salvaje y el verdadero ser humano lo único que hemos de hacer es mirarnos al espejo.
La mayoría de la gente se muestra sencillamente incapaz de comprender la tragedia de los animales, su verdadera dimensión, y nuestra responsabilidad directa en esa gigantesca desdicha. La recurrente comparación con la realidad nazi se queda pequeña cuando abordamos el drama de los animales en nuestra sociedad con un mínimo espíritu crítico. Pero ni siquiera podemos atribuirnos los animalistas un ápice de originalidad en tan dolorosa tarea, pues ya lo hicieron con la serenidad pero con la contundencia necesaria intelectuales de calado, antes lo decía. Luminosas excepciones a la regla conformista, como la de Isaac Bashevir Singer, el prolífico escritor de origen polaco (Premio Nobel de Literatura, ningún juntaletras), quien sufrió en su propia familia la persecución étnica e ideológica. El pensamiento de que los hombres son nazis para los animales aparece en varias de sus obras. En un momento dado, pone la reflexión en boca de Herman, el protagonista de su cuento El escritor de cartas, quien, ante una ratona con la que comparte los sinsabores de la vida, especula: “Respecto a los animales, todos los humanos somos nazis. Hemos convertido sus vidas en un eterno Treblinka”.
La referencia al Holocausto se repite en las reflexiones de otros intelectuales a la hora de exteriorizar sus sensaciones sobre qué supone el exterminio sistematizado de los animales. Sabido es que lo que al parecer sucedió en aquella Alemania negra con millones de personas inocentes sigue ocupando en el imaginario de la opinión pública el primer puesto en cuanto a la degradación moral del ser humano se refiere. Con todo, el escritor sudafricano John Maxwell Coetzee, galardonado igualmente con el Nobel, gusta de colocar en los personajes de sus novelas sus propias inquietudes morales, y así lo hace en uno de sus trabajos más conocidos: “Dejad que lo diga claramente: estamos rodeados de una cultura de degradación, crueldad y muerte que rivaliza con lo que el Tercer Reich fue capaz de hacer, que, de hecho, lo empequeñece, por cuanto la nuestra es una cultura sin fin, que se autoregenera, trayendo al mundo sin cesar conejos, ratas, aves y ganado, con el único propósito de sacrificarlos”.
En un sentido similar, el filósofo alemán Theodor Adorno expresa su desazón ante la tragedia cotidiana de los animales valiéndose de un campo de concentración como referencia. Así, afirma con indisimulada amargura que “Auschwitz empieza cuando uno mira a un matadero y piensa: solo son animales”.
Kepa Tamames
Escritor
ATEA (Asociación para un Trato Ético con los Animales)