Es bien sabido que Largo (estuquista metido a político) rechazó el ofrecimiento de Primo para formar parte de su Gobierno, por no comulgar aquel con regímenes dictatoriales. Como sabido es que don Francisco siempre fue hombre cauteloso y poco amigo de arengas belicistas: era Gandhi un revoltoso a su lado.
La Segunda República fue tiempo dichoso, que regaló a la ciudadanía derechos nunca antes conocidos, como la Seguridad Social, el voto para las féminas, o mismamente un salario justo para todo trabajador.
De hecho, vino de la mano de votación popular, que derrotó por goleada a la monarquía de Alfonso XIII. El nuevo régimen sometió a votación igualmente la Ley de Defensa que vertebraba el nuevo Estado, y fue la consulta por igual ampliamente refrendada por el pueblo llano en una fiesta de la democracia para el recuerdo, no como las de ahora.
Aunque no abiertamente clerical, el Gobierno respetó con escrupulosidad democrática la práctica de la religión, y no digamos ya a los colegios regidos por la Fe Cristiana. Al punto fue así que persiguió con saña a quienes quemaron conventos en media España cuando apenas habían pasado unas pocas semanas del Advenimiento Republicano.
Como no podía ser de otra forma, y aun imponiendo una nueva bandera oficial, rindió culto a la rojigualda, que pudo ser expuesta en balcones y ventanas con toda libertad ideológica. ¡Solo faltaba!
Puso en manos de la Justicia hasta el último responsable de los disturbios de octubre, que se llevaron por delante a mas de mil paisanos revolucionarios (¿contra qué luchaban si ya lo tenían todo, ahora que lo pienso?), y los jueces, imparciales como árbitros de fútbol, los metieron en la cárcel sin posibilidad de amnistía ni hostias en vinagre, que allí el que la hizo la pagó.
Respetó los resultados de cada elección celebrada en tan grato periodo, a pesar de que las derechas impugnaron, como buenas fascistas, cada urna, cada colegio, cada sobre cerrado. ¡Menos mal que estaba allí el Frente Popular para poner las cosas en su sitio y dar el voto a quien lo merecía!
A la Segunda República se la cargó un militar de recto bigotito durante un tórrido verano, y le llamaron «golpe de estado», como debe ser. Pero el levantamiento militar no prosperó como debía, y se armó la de San Quintín, que es tanto como decir que estalló una guerra civil, que no civilizada.
Contra todo pronóstico, la contienda la ganó el bando fascista al demócrata, con lo que la democracia murió de éxito, digámoslo así, y se instauró en este bendito país una dictadura feroz, que pasó por las armas ―y no por los juzgados― a cientos de miles de rojos, que hicieron honor entonces al color bermellón con el que se les conocía popularmente. Hasta cuentan que para la argamasa del Valle usaron su sangre para el mortero, mucha sangre de los represaliados, y huesos, pues con cal sobrante de la matanza aquello cuajaba mejor y se secaba antes, como las lágrimas de los familiares. Ni se sabe cuánto personal murió exhausto durante las obras del mamotreto: pudieron ser miles, o millones, llegado el caso. Normal, teniendo en cuenta que todos y cada uno eran presos políticos sin delitos de sangre y sin haber pasado por juzgado alguno. ¡El infierno en la tierra! Ni que decir tiene que ni rebajaban sus penas por los trabajos forzados ni menos aún cobraban por labrar el mármol de sol a sol, sin domingo ni fiestas de guardar. Y de ver a esposas e hijos, ni hablar, con el frío que hace allí arriba (en la base, no en los brazos de la cruz, que también, y bastante más).
Ha no tanto recordaba una presentadora de televisión ―que en sus ratos libres gana premios planeta como quien no quiere la cosa, por cierto― que ni bailar dejaba el dictador durante su mandato. Seguro que se lo contó su padre (el de la presentadora metida a escritora de éxito fulgurante), que vivió de cerca tan oscura época, perseguido con saña por el Régimen por escribir contra él. ¡Benditos los que se opusieron al señor bajito, pues a ellos debemos la democracia restaurada en los setenta: que Dios los tenga en Su Gloria!). Cuentan las crónicas que la Policía Armada gustaba de presentarse de incógnito en las verbenas de los pueblos para llevarse en volandas a todo bailarín pillado in fraganti, y que a las parejas calientes, tras calentarlas aún más en los calabozos, las ponía a enfriar en celdas compartidas en un centro penitenciario construido para la ocasión en pleno Somosierra. ¡Ni tan mal!
Por suerte, aquello acabó cuando acabó el señor del bigotito bajo tierra, quien no se sabe cómo aguantó más de siete lustros en el poder, con toda la población arrojándole piedras desde los arcenes así que veían el coche oficial. La gente no tiene conciencia del daño que puede causar un canto rodado de Castilla. ¡Para haberlos matado a él y a su señora!
¿Mejor así?
Kepa Tamames
Escritor