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nrique Castaños, pintura de Rafael Alvarado

Tuvimos la suerte de ser una especie de discípulos suyos; alumnos emparentados a su maestro, aunque descarriladísimos, por nuestras limitaciones y también porque el nivel de nuestro tío Enrique era, sencillamente, otro nivel. A través de los años, mis ideas se moldearon en buena medida a través de las conversaciones que tuvimos y de la bibliografía que me brindó. Esas charlas me previnieron para siempre de los demagogos y de los extremistas, y valen para mí tanto o más que todos los años de universidad.

Pablo Blázquez

Fue una bonita despedida. Mis padres, que lo adoraban, me habían advertido que el tío Enrique estaba mal. «Ha empeorado a un ritmo de vértigo en las dos últimas semanas», me dijeron. Ese mismo viernes lo iban a ingresar. Estábamos en la segunda quincena de agosto y nuestro tío, de un día para otro, ya no podía pasear al atardecer ni montar sus improvisadas tertulias cuando empezaba a caer el sol. Pero no era el verano, que continuaría impasible su marcha, rompiendo los termómetros y batiendo una y otra vez récords de olas de calor, si no la vida, su vida, la que quedaba en suspensión. A veces pretendemos que sean lo mismo —el estío y la vida— pero obviamente se trata solo de un fogonazo, de una ilusión. Tarde o temprano sopla un viento frío, los árboles se quedan sin hojas, los días se acaban antes. Mi primo Álvaro y yo fuimos ese mismo lunes a verle al hospital. Tras un saludo emotivo y el inexcusable parte médico, nuestro tío no se quiso andar por las ramas. «Qué difícil sería vivir sin la literatura», nos dijo para empezar a hablar de las cosas que realmente a él le importaban: el arte, los libros, la filosofía. Hablamos de los autores con los que trajinábamos esos días: Balzac, Galdós y Dickens, a quien nuestro tío aún leía vorazmente en su lecho de muerte. Por supuesto, nos habló también de Dostoievski, que para él fue un tótem literario (lo leyó una y otra vez desde los quince años, cuando se llevaba los libros de la biblioteca familiar a Campillos, el mítico internado de Málaga al que mi padre siempre amenazaba con mandarnos cuando hacíamos alguna trastada).

Sobre el autor de Los hermanos Karamazov escribió varios ensayos, alguno de los cuales se puede leer en su libro Entre la belleza y el espíritu, una compilación de algunos de sus textos exquisitamente dirigida por su hija, mi querida prima Paula, y publicada por Ediciones del Genal. También nos habló ese día de San Agustín y del mito bíblico de Rut, una mujer que le fascinaba. Sin todas esas cosas —y sin su fe, que se había convertido en una fuerza inquebrantable que yo sigo envidiando, quizá más ahora que no está— no se entendería su vida ni quién fue realmente Enrique Castaños Alés. Tampoco, claro, sin sus grandes amores: la tía Queca y su hija Paula, por quienes nuestro tío se desvivía. «Pablo, ¿cuándo te vas a dar cuenta de que nosotros tenemos que hacer todo lo que nos dicen nuestras mujeres?», me preguntó en una ocasión, tras advertir que mi torpe inclinación a la terquedad se extendía también a la vida conyugal. Cuando éramos niños, el tío Enrique nos contaba a mis hermanos y a mí historias kafkianas sobre El hombre culo, un tipo —«en realidad soy yo», nos advertía entre risas— que cada noche se transformaba en un culo orondo y redondo. Con historias así, qué niño no manda al carajo las fábulas de Lafontaine.

«Qué difícil sería vivir sin la literatura», nos dijo para empezar a hablar de las cosas que realmente a él le importaban: el arte, los libros, la filosofía

Cuando dos semanas más tarde le sedaron, yo estaba con Sandra y las niñas en Sandwich, en el condado de Kent. El dolor me dobló el pescuezo, allí, en el sudeste de Inglaterra, donde esos bloody cars con el volante a la derecha me adelantaban por un lado y por el otro sin ningún reparo ni contemplación. La tristeza me metió en la cama y me hizo sentir frágil pero vivo a la vez. El dolor a veces es algo tangible que se puede sujetar con los dientes y quizá hasta que alguien no se ha ido no nos damos cuenta de todo lo que le debemos. Wasapeé a mi primo Álvaro. «La cosa pinta mal, mañana le voy a ir a ver», me respondió mi compañero de fatigas. Tuvimos la suerte de ser una especie de discípulos suyos; alumnos emparentados a su maestro, aunque descarriladísimos, por nuestras limitaciones y también porque el nivel de nuestro tío era, sencillamente, otro nivel. A través de los años, mis ideas se moldearon en buena medida a través de las conversaciones que tuvimos y de la bibliografía que me brindó. Esas charlas con el tío Enrique me previnieron para siempre de los demagogos y de los extremistas, y valen para mí tanto o más que todos los años de universidad.

Fue una bonita despedida esa última conversación en el hospital. Nuestro maestro ejerció como tal y nos dio una última clase. Hablaba despacio y con una lucidez penetrante. Estaba en paz, aunque sentía irse por su hija, por sus nietos y por su mujer. Cuando cruzamos el umbral de la puerta Álvaro y yo sentimos un escalofrío. Sabíamos que probablemente era la última vez que íbamos a charlar con él.

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