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Cuando en 1970 arrancó el ecologismo político, es probable que pocos imaginasen su influyente futuro. Hoy, se ha asentado

como una pieza más de los programas y los debates políticos, una cuestión clave para el futuro de las sociedades. Y, sin embargo, se ha convertido también en un elemento polarizante. Frente a estos choques de ideas, el mañana exige una ilustración ecológica.  

Ilustración

Óscar Gutiérrez

Cuando el movimiento ecologista hizo acto de aparición en las jóvenes sociedades occidentales de la segunda posguerra mundial, nadie podía prever que la sostenibilidad medioambiental terminaría por incorporarse a los programas electorales de la mayoría de los partidos que hoy compiten por el poder en nuestras democracias. Medio siglo después de la multitudinaria celebración del Día de la Tierra de 1970 en los Estados Unidos que constituye la fecha oficiosa de su bautismo político, el ecologismo es hoy tan influyente que tan pronto inspira multitudinarias protestas juveniles como llena la prensa de noticias que alertan sobre la peligrosidad de esas olas de calor veraniegas que antes nos dejaban indiferentes.

Es así significativo que el ecologismo fuese incluido –siguiendo la influyente distinción trazada por el sociólogo Ronald Inglehart– entre los movimientos colectivos «posmaterialistas» que incorporan a la agenda pública problemas distintos a los que habían ocupado a los movimientos «materialistas» en la primera mitad del siglo XX. En lugar de demandar justicia social o reparto de la riqueza, los movimientos posmaterialistas pedían igualdad entre los sexos o protección del mundo natural. En una sociedad que no había conocido aún el shock petrolífero de los años 70, surgían así actores políticos dotados de una sensibilidad nueva y empeñados en combatir los efectos colaterales de la industrialización: la vieja fábrica humeante que arrojaba vertidos al río vecino empezaba a verse como un obstáculo para la buena vida de los ciudadanos occidentales.

Pero si la sostenibilidad medioambiental parecía entonces un lujo que solo podían permitirse los países ricos, hoy nos inclinamos a pensar que constituye una necesidad que compromete por igual a todos los habitantes del planeta. No se trata de vivir en entornos amigables, sino de impedir que el calentamiento global y las demás disrupciones que caracterizan al Antropoceno –la «era humana»– hagan del planeta un lugar inhóspito para nuestra especie.

En los años 70, la vieja fábrica humeante y sus vertidos empezaron a ser vistos como una amenaza para la calidad de vida de la ciudadanía

Reconocer la necesidad de asegurar las bases ecológicas de la sociedad, sin embargo, no es lo mismo que ponerse de acuerdo sobre lo que debe hacerse a continuación. Es inevitable: la sostenibilidad es un objetivo genérico que requiere de muchas especificaciones adicionales. Basta pensar en las muchas preguntas que suscita el cambio climático: ¿Debemos otorgar completa prioridad al mismo o hay desafíos más urgentes que reclaman nuestra atención? Si convenimos que la transición energética es imperiosa, ¿a qué ritmo hay que hacerla y con qué costes?

Y si lo importante a tal efecto es reducir las emisiones globales de CO2, ¿sirve de algo que los europeos se bajen del coche si chinos o indios se suben a él? Si el riesgo es tan grave, ¿no deberíamos hacer un uso más extenso de la energía nuclear? ¿O acaso tienen razón los que quieren acabar por completo con ella? ¿Aciertan los que sostienen que el decrecimiento es la única salida al laberinto climático? Si lo fuera, ¿sería posible convencer a chinos e indios de que renuncien al crecimiento? ¿Queremos ser pobres en un planeta cuya temperatura aumente un grado o ricos en otro donde la subida llega a dos? Y así sucesivamente.

Saber con exactitud dónde ha de aterrizar la humanidad –en expresión del difunto pensador francés Bruno Latour– es endiabladamente difícil: el acuerdo general en la materia esconde una infinidad de desacuerdos particulares. Pero si queremos evitar un aterrizaje de emergencia, necesitamos asegurarnos de que las políticas públicas, el comportamiento del mercado, el desarrollo tecnológico y las conductas privadas se orientan en la buena dirección. Para ello, las democracias están mejor equipadas que las autocracias: su rendimiento medioambiental ha sido históricamente superior y no por casualidad ha sido en ellas donde ha surgido el movimiento ecologista. Claro que también es en su interior donde florecen esas posiciones extremistas que marcan el camino equivocado para la materialización de una sociedad a la vez sostenible y próspera: el ecologismo radical y el negacionismo conservador.

Tanto uno como el otro, ciertamente, dificultan la tarea de dar forma a una ilustración ecológica que esté a la altura de los desafíos planetarios. Difieren entre sí: el ecologismo radical tiene el mérito de haber llamado exitosamente la atención sobre los problemas socionaturales, aun cuando para hacerlo haya explotado una retórica catastrofista y propuesto remedios macrosociales de inspiración utópica que exige implantar con urgencia. Por su parte, el negacionismo conservador se caracteriza por una obstinada resistencia al cambio cuyo motor es la sospecha anticientífica y la relativización de los problemas medioambientales: ¡calor ha hecho siempre!

La sostenibilidad ha pasado de ser un lujo a considerarse una necesidad que afecta a todos los habitantes del planeta

Su inmovilismo tiene algo reactivo: si el ecologista radical alerta del colapso venidero, su antagonista conservador le recuerda que lleva décadas diciendo que viene el lobo. Y no le falta razón al conservadurismo cuando denuncia que la búsqueda de la sostenibilidad es empleada a menudo como un medio para lograr la abolición del capitalismo: el consabido «hombre nuevo» del socialismo revolucionario encuentra aquí su enésima reencarnación. De ahí que el ecologismo radical rechace las soluciones «tecnológicas» al calentamiento global y demás problemas medioambientales: de nada le serviría que dejásemos de emitir CO2 si seguimos yendo al centro comercial los sábados por la tarde. Más inquietante resulta la justificación intermitente del autoritarismo –si la democracia no es capaz de responder a la emergencia ambiental, debemos prescindir temporalmente de ella y entregarnos al gobierno de los expertos– por parte de algunas corrientes del pensamiento ecologista.

Para los ecologistas radicales, los males de la sociedad moderna tienen su causa en el ideal decimonónico del progreso; solo si renunciamos a él podremos salvarnos. Se explica así la preferencia por utopías de austeridad que priman la cohesión social y la armonía con el entorno. Ya en las raíces históricas y doctrinales del ecologismo, por lo tanto, nos encontramos con un aparente rechazo de los principios ilustrados: la crisis ecológica es vista como el resultado del endiosamiento del ser humano a través de la ciencia y la tecnología, fuerzas transgresoras del equilibrio natural que nos alejan del mundo natural. La influencia del romanticismo antimoderno se expresa asimismo en la apuesta el asamblearismo democrático y en la identificación de la comunidad local como espacio «natural» de la existencia. Una última versión de este planteamiento es el decrecimiento, cuya premisa es que solo reduciendo de manera dramática la escala de las sociedades podemos ser sostenibles; renunciando al crecimiento seremos, de paso, más felices. No es precisamente un programa capaz de seducir a las mayorías.

El ecologismo radical y el negacionismo conservador se posicionan en los extremos opuestos de la respuesta a los desafíos planetarios desequilibrando la balanza

En cualquier caso, sería injusto confundir al ecologismo en su totalidad con el ecologismo radical que acaba de describirse. Pese al papel determinante que este último juega en la historia del movimiento, los teóricos verdes se aproximan al liberalismo político en la década de los 90 y sientan con ello las bases para una teoría política medioambiental menos reñida con la modernidad ilustrada. Simultáneamente, la difusión paulatina de los valores medioambientales y la relevancia política del calentamiento global han hecho de la sostenibilidad un objetivo popular; en su discusión toman parte ahora pensadores y actores de distinta filiación ideológica.

En definitiva, sí que hay un ecologismo ilustrado que tiene como finalidad alcanzar la sostenibilidad sin renunciar a los principios definitorios de la modernidad liberal: la búsqueda del confort material, el aseguramiento de la autonomía individual, la protección del pluralismo moral, el mantenimiento de la democracia constitucional, la confianza en la razón, el uso de la tecnología. Pero ¿acaso nada debe cambiar? Claro que sí: el calentamiento global ha recordado al ser humano su condición terrenal y no podemos desviar la mirada. De lo que se trata es de incorporar al proyecto moderno aquello que sus fundadores no supieron incluir: el buen gobierno de las relaciones socionaturales y la relevancia moral del mundo natural.

Tal como ha señalado el historiador alemán Joachim Radkau, ahí se juega la nueva ilustración. Protagonizada por una razón más consciente de sus límites, persuadida de que el planeta es un hogar precario para la especie humana, la ilustración ecológica se apoya en el conocimiento científico y en el desarrollo tecnológico para perseguir por medios democráticos –allí donde hay democracia– un Antropoceno no ya habitable sino floreciente, donde la prosperidad esté al alcance de todos los habitantes del globo y el bienestar de otras especies es considerado digno de atención moral. No se trata de un objetivo modesto que pueda alcanzarse mañana. Pero no se alcanzará jamás si renunciamos a la mejor tradición ilustrada: refinémosla en lugar de abandonarla.

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