En la estampida por alejarse de Luis Rubiales, los seleccionadores nacionales de fútbol han protagonizado un ejercicio digno de las ratas del barco del cuento, dicho sin ánimo de faltar a nadie. Tras una asamblea de la Real Federación Española de Fútbol, en la que se rompieron las manos de tanto aplaudir a su jefe, han emitido sendos comunicados en los que le ponen a parir por el beso robado a Jenni Hermoso.
En medio, un comunicado de la FIFA en el que inhabilita al presidente español por dos meses al frente de sus funciones. O sea, que para conservar sus puestos no han hecho otra cosa que alejarse del hasta la víspera jefe bien amado y bien servido.
No es nada nuevo en los entresijos del poder la adulación a quien manda y la traición cuando deja de hacerlo, demostrando una falta de convicciones que no exhibió Luis Enrique cuando sí ponderó la labor federativa del aún presidente de nuestro fútbol.
Tampoco son nuevos en cualquier esfera de poder el halago y la traición. Piénsese en política cuando a alguien le vienen mal dadas, o en la empresa, cuando alguien deja de tener el mando que ostentaba hasta la víspera. La traición es connatural a nuestra especie en defensa de otros principios como el de la subsistencia.
En el caso de Luis Rubiales todo esto ha sido puesto de manifiesto con una defensa cerrada del jefe, primero, y un abandono, después, cuando se ha visto que el presidente de la Federación se iba quedando solo en su caso de acoso sexual a una de sus jugadoras.
En mi modesta opinión, ni Jorge Vilda ni Luis de la Fuente merecen seguir al frente de sus cargos directivos por su doble moral y falta de criterio al juzgar la labor de su presidente y anteponer sus intereses personales a los colectivos. Una vez más, ese omnipresente fenómeno de masas que es el fútbol sirve de parangón y medida de otras virtudes como la lealtad y el compromiso con las propias convicciones.
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